El formato de concurso es una de las tantas maneras que existen de hacer y de pensar la arquitectura. La fórmula es bastante simple: hay una temática, un límite de tiempo y en su mayoría, una recompensa. Esta afortunada combinación de elementos atrae casi de manera magnética un cúmulo de creadores dotados de gran talento. Miles de respuestas a un mismo problema surgen a partir de esta modalidad de diseño, donde la pregunta es la misma: ¿la creatividad florece desde el estrés generado por la cuenta regresiva que marca un inicio y un final, o bien, desde el profundo deseo de ganar, de ser reconocido?
Una competencia, además, pone a prueba todo aquello que te hace ser quien eres, cuestiona tu capacidad de resiliencia, tu tolerancia a la incertidumbre, la humildad con la que compartes y con la que recibes; pero lo más complicado es que pone al desnudo tu lado más vulnerable para después someterlo a la crítica de un jurado.
El acto de diseñar per se, conlleva inevitablemente un vínculo muy personal con aquello que surgió como resultado de una reflexión. El diseñador y el diseño son uno mismo. Para muchos, la crítica se vuelve simplemente aterradora, pero es aún peor no tenerla. La crítica nos convierte en mejores arquitectos, nos vuelve pensadores exhaustivos y observadores cautelosos. Es esta la que pone bajo el reflector la idea de que todo proyecto es perfectible y que cada uno representa una nueva oportunidad para cuestionar aquello que creíamos verdadero.
En efecto, los concursos pueden llegar a ser motivantes o desalentadores, dependerá de qué manera lo veas; pero si de algo estoy segura, es que empiezas y terminas siendo alguien diferente. Más sensible, más empático, más creativo.
Y, sobre todo, con la capacidad de establecer con tu arquitectura, un diálogo distinto al antes conocido.